Todas las emociones son, en esencia, impulsos que nos llevan a actuar, programas de reacción automática con los que nos ha dotado la evolución. La misma raíz etimológica de la palabra emoción proviene del verbo latino movere (que significa «moverse») más el prefijo «e-», significando algo así como «movimiento hacia» y sugiriendo, de ese modo, que en toda emoción hay implícita una tendencia a la acción.

Basta con observar a los niños o a los animales para darnos cuenta de que las emociones conducen a la acción; es sólo en el mundo «civilizado» de los adultos en donde nos encontramos con esa extraña anomalía del reino animal en la que las emociones —los impulsos básicos que nos incitan a actuar— parecen hallarse divorciadas de las reacciones (Goleman, 1998).

Según afirman los biólogos evolucionistas, este tipo de reacciones automáticas ha terminado inscribiéndose en nuestro sistema nervioso porque sirvió para garantizar la vida durante un periodo largo y decisivo de la prehistoria humana y, más importante todavía, porque cumplió con la principal tarea de la evolución, perpetuar las mismas predisposiciones genéticas en la progenie (Goleman, 1998).

Las diversas emociones desempeñan una función muy importante en el ser humano ya que son necesarias para la supervivencia y para procurarnos mejoría en nuestra vida diaria. Por ejemplo el enojo, que sirve para defenderse de algún ataque; la ansiedad que es indispensable para evitar el peligro; y la tristeza para solicitar ayuda a la familia o amigos (Barragán, Flores, Morales, González, Martínez y Ayala, 2005).

La mayor parte del tiempo, estas dos mentes —la mente emocional y la mente racional— operan en estrecha colaboración, entrelazando sus distintas formas de conocimiento para guiarnos adecuadamente a través del mundo. Habitualmente existe un equilibrio entre la mente emocional y la mente racional, un equilibrio en el que la emoción alimenta y da forma a las operaciones de la mente racional y la mente racional ajusta y a veces censura las entradas procedentes de las emociones. En todo caso, sin embargo, la mente emocional y la mente racional constituyen, como veremos, dos facultades relativamente independientes que reflejan el funcionamiento de circuitos cerebrales distintos aunque interrelacionados. En muchísimas ocasiones, pues, estas dos mentes están exquisitamente coordinadas porque los sentimientos son esenciales para el pensamiento y lo mismo ocurre a la inversa (Goleman, 1998).

Pero, cuando aparecen las pasiones, el equilibrio se rompe y la mente emocional desborda y secuestra a la mente racional (Goleman, 1998).

Si nos damos cuenta y somos sinceros con nosotros mismos, notaremos que las emociones comienzan a causar problemas cuando su intensidad es desmedida o desproporcionada a la situación que se está viviendo; por ello, es mejor aprender a controlar las emociones para tener una mejor relación con los demás y sentirnos más seguros de nosotros mismos.